Un espacio destinado a charlar acerca del cine, saboreando una taza de café (puede que más), sentados en torno a una mesa. Por el simple gusto de hablar por hablar acerca de una pasión compartida por una reducida infinidad, así nomás como son estas cosas.

Bienvenidos a mi hogar. Entren libremente. Pasen sin temor. ¡Y dejen en él un poco de la felicidad que traen consigo!

jueves, 17 de septiembre de 2009

EL CANJE [RELATO]

El Puente Glienicke (Berlín)


“Leamas se acercó a la ventana a esperar: ante él estaba la carretera, a ambos lados el muro, una cosa fea y sucia de bloques de cemento perforado y cabos de alambre de espino, alumbrada con una barata luz amarilla, como un telónde fondo que representase un campo de concentración. A oriente y occidente del muro quedaba la parte sin restaurar de Berlín, un mundo a medias, un mundo de ruina, dibujado en dos dimensiones; despeñaderos de guerra”.

John Le Carré, "El Espía que surgió del frío"



Voces y pasos apresurados. A duras penas la nieve amortigua con su chapoteo los ruidos del andar nervioso. Al menos sólo hay que preocuparse del manto depositado durante la última ventisca; el cielo permanece preñado de grises tornadizos en incesante movimiento, pero sin ánimo aparente de soltar nuevos copos sobre las cabezas de quienes aguardan.
Porque ellos aguardan. Mecidos por el tictac del reloj y el rítmico goteo del derretirse de la capa de nieve que cubre la barrera. Esperan. Unos, más calmos o más sensibles al frío reinante, a bordo de los oscuros automóviles, empañados los cristales por la rugiente actividad sin fin de las calefacciones a pleno rendimiento; otros, con la impaciencia asomada a sus tiritantes faces, afuera, a pie firme, y con la vista fija en algún punto inconcreto al otro lado del puente. Aguardan. Aguardamos.
Yo me encuentro entre los componentes del segundo grupo. Con estolidez carente de recompensa soporto este glacial viento berlinés, todo porque el sacrificio merece la pena. Y no es que el panorama sea especialmente agradable, suficiente como para explicar el esfuerzo. A nuestro frente se erige un puente metálico, de dudoso gusto según mi opinión, al que ni siquiera la barrera a franjas blancas y rojas presta cierta belleza. En el mismo centro, como para rematar la pasada impresión, una ancha línea blanca designa aquel punto a partir del cual mis opiniones acerca de la obra de ingeniería descrita podrían constituir un delito de ataque a un bien estatal. Más allá…, más allá otra barrera gemela de la nuestra, una barrera y ellos.
Le propino una patada, sin que me apiade ni por un momento de su indefensión, más que para calentarme los pies llevado por cierto ánimo infantil, inclinado hacia las travesuras, tentado por la sucesión colorista de franjas. Al metálico ruido algunos de ellos giran las cabezas, las carabinas al hombro, alertas. Ya he dicho que sólo se trata de una travesura, una forma de aliviar la tensión; además no son más que vopos [1], ¿no?
Como no deseo desencadenar un incidente internacional, habiendo tanto en juego, me limito a consultar de nuevo el reloj, a imagen y semejanza de las anteriores ocasiones durante todos y cada uno de los quince minutos inmediatos, justo para percatarme de que sólo ha transcurrido uno desde la última vez, y quince desde que di inicio al escalonado ritual, escalonado horizontalmente. Maldito frío.
No puede negarse que ellos no carecen de cierta perversidad. No ya la propia de carteles propagandísticos, esa se les supone por convención, sino una modalidad aún más sutil y contundente. Se fijó la fecha del canje en pleno diciembre, un mes en el que el mercurio se despeña por el interior de los termómetros. Naturalmente a buen seguro que no han dejado de considerarlo. Asimismo se embarcaron en una discusión sin sentido acerca del lugar concreto, el más adecuado para el acto. Y cuando parecía que se iba a efectuar en la Friedrichstrasse, cerca de la Kochstrasse, con una preciosa garita en la que aguardar con los prismáticos en una mano y un humeante café en la otra, calentitos merced a la calefacción, el viento tornadizo muda su pasada decisión y la veleta gira hacia una nueva dirección, la del puente. Un paraje más cinematográfico pero también más inclemente.
Y allí nos encontramos, a la vera del Puente Glienicke, entre Potsdam (su país) y Berlín Oeste (nuestra zona). Salvo contemplar las heladas aguas del Havel lo único en que matar el tiempo antes de que él cometa algún acto similar con nosotros, aunque con una mayor lentitud digna de su paciencia inmemorial, es la visión de la densa e hinchada nube de vapor que surge con cada exhalación puntual. Mejor no pensar en el frío reinante, presente en los mal disimulados escalofríos de todos los presentes.
Un chasquido de estática. Una voz metálica ladrando órdenes por las bocinas de los transceptores. El momento preciso. Coreados cierres de portezuelas acompañan a las respectivas aperturas. Se acentúa el chapoteo en la medida que más pies, mejor o peor calzados, pugnan por no resbalar precipitando de bruces en el proceso a sus propietarios sobre la superficie del albo manto invernal.
Al otro lado la misma actividad, las miradas ya más vigilantes, decenas de lentes pertenecientes a binoculares de diversos modelos orientados hacia nosotros, emergiendo de un tupido bosque de amenazantes Simonov, por ahora sin apuntarnos pero presentes; pensar sólo en la repetición caleidoscópica de las mutuas imágenes basta para marear.
Ha llegado el momento.
A la luz de los focos podemos observar en la distancia la figura fantasmal de una mujer. Con los prismáticos puede comprobarse que esa aura etérea que la envuelve, llena de materialidad, no desentona con la marcada palidez de su rostro, cuya forma concreta ni siquiera logra ser resaltada por la presencia del fogoso cabello que lo enmarca. Permanece seria, rígida y ojerosa, pero viva y a juzgar por la primera impresión, tal vez no demasiado fiable, sana y salva.
Lo hemos logrado, tras meses y meses de duras negociaciones, en muchos casos al borde del golpeteo furibundo de la mesa en elástico gesto con un zapato propio: Laura se encuentra al borde de la libertad.
Como jefe de nuestra delegación, culminada la positiva identificación, recae en mí dar la orden para mostrar a nuestro invitado; eufemismo que encubre el habitual trato a un prisionero de guerra (“nombre y número, soldado”; otros tiempos, otros métodos), aunque la naturaleza de esta, su secreto como común denominador, haya traído consigo como inevitable carga el empleo de ese y otros muchos términos. Meras pantallas con las que se enmascara la terrible realidad, la que por el contrario, si no se emplearan tales medidas higiénicas, nos observaría con faces vociferantes, todas ojos, siempre subyacentes unas razones ético – morales que han perdido todo menos su nombre: unos motivos que a nosotros nos traen sin cuidado. Así que bajo la mano.
Quien desciende de un automóvil, aislado confortablemente hasta entonces del gélido ambiente, resguardado en la comodidad de la limusina, se acerca a mi vera, escoltado por dos de los hombres de mi dotación. Sólo alcanzo a distinguir de su rostro, tan familiar para mí, protegido por el sombrero hondamente calado y las erectas solapas que lo flanquean, unos brillantes ojos, denotadores de una astucia animal, sobre una nariz respingona a la que el abuso del alcohol decora con unos rojizos riachuelitos venosos, prestándole el aspecto de un bonachón padre de familia finisecular acodado en la barra de una taberna. Y lo que veo en ellos, la burla implícita, sin disimulo, el claro mensaje grabado a fuego en los iris – me voy, habéis perdido –, hace que aún tenga que controlar el florecimiento de mi media sonrisa burlona cuando le ordeno que se descubra: un rutinario paso bien merecido, y al mismo tiempo un trámite necesario para que los del otro lado den el visto bueno a su identidad. Tiembla un poco, alegrándome la existencia, justo hasta que su vasto orgullo de aristócrata donde se carece de clases pasa a dominar la situación de nuevo; pero ha temblado.
El braceo de uno de ellos, elegantemente enfundado en un grueso abrigo y tocado con un shapka, permiten la continuación del proceso. Imparable. Todo marcha según lo previsto. Si no fuera por este maldito frío.
Allá van, cada uno hacia un extremo del puente. ¿Qué sentirán mientras cubren los metros de pavimento de nadie, rectos hacia los mutuos grupos que los aguardan, rodeados por los metálicos arcos pintados de ese verde desvaído? La atención de todos se haya fija en su andar: erguido y petulantemente orgulloso el de nuestro Iván, como corresponde a su contrastada personalidad; grácil y juvenil, a pesar del lógico nerviosismo, el de Laura. Los dedos aferrados a los gatillos en previsión de lo imprevisto, no por su imposibilidad (en nuestro negocio nada adquiere esa cualidad), sino porque no se piensa en ello. Los corazones marcando la cadencia de los pasos. Y el tiempo: ha comenzado a nevar.
Cruzan la línea central sin mirarse, a ninguno le importa que el otro constituya el pago a cambio de su liberación, un vínculo que debería unirles estrechamente (casi hermanarles), no importa, no importa en absoluto, no cuando las libertades mutuas se hayan tan próximas, tan cercanas. Iván llega a su grupo, merced a sus trancos más amplios, más elásticos; Laura, en cambio, más desfallecida (y aquí surgen una serie de epítetos impronunciables aun en momentos dotados de excesiva tensión como los presentes), está próxima todavía a la barrera de nuestro lado. Sólo unos metros, los últimos.
Luego nadie sabría de dónde había provenido, aunque ya no importaría.
Sólo un estampido, a un solo paso, sólo uno, pero uno fatal. Nos movilizamos todos en inútiles carreras mientras abre los brazos en cruz, a cámara lenta, la sorpresa adueñándose de su rostro. Ladridos lejanos y voces por la radio, gesticulaciones de alto para evitar un tiroteo carente de finalidad. Y ella que, en el fondo de los fotogramas a cámara lenta, cae y cae, como otorgando un poso de serenidad a la agitación que hormiguea en ambas orillas. Y cae, cae hasta componer, en el momento en que su cuerpo toca el níveo suelo, un esponjoso chapoteo.



[1]N.A. Guardas de fronteras, palabra procedente del término alemán volkspolizist.
En la madrugada del 13 de agosto de 1961 se comenzó a erigir el llamado Muro de la Vergüenza que en un principio se componía de alambres de espino y sillares de hormigón; poco más tarde ya se convirtió en un auténtico y consistente muro con una longitud total de ciento cincuenta y cinco kilómetros.

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