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sábado, 3 de enero de 2009

“LET´S GO”. “WHY NOT?” - VISIONADOS NAVIDEÑOS (I)





Quién no recuerda a los heroicos protagonistas de los westerns clásicos. Seres nobles, que jamás osarían matar a su contrincante por la espalda. Ni siquiera cuando a menudo se vieran obligados a enrostrarse con prototipos fieles del malvado más genuino. Unos individuos estos últimos en cuyas entrañas no había lugar ni para la moral ni para la honestidad, muchas veces personificados mediante los rasgos patibularios de actores como Lee Marvin o Jack Palance.

Hasta el propio Henry Fonda tuvo que cruzarse con Sergio Leone para poder despojarse del aura de buen tipo que había venido portando tradicionalmente. No pocos de los que asistieron a la primera proyección de “Hasta que llegó su hora” (“Once upon a time in the west”, Sergio Leone, 1968) lograron contener la necesidad de revolverse en sus butacas al contemplar con qué frialdad, Frank, su despiadado personaje, mataba a sangre fría a un inocente niño. Porque, ¿qué niño no era un infante inocente en un western?

Frank, sin más, a secas, ningún apellido adicional, suficiente no obstante para firmar la sentencia de muerte de aquel que lo oyera pronunciar. Un simple nombre, al igual que Robards sólo era Cheyenne y un parco en palabras Bronson simplemente Armónica.

De nada sirvió el que el director italiano hurtara a los espectadores, en un gesto que le honra y al tiempo denota la posesión de una sabiduría cinematográfica muy superior a la que le suponían los críticos, la muestra explícita de ese mazazo propinado contra la conciencia de una generación. Unas gentes aquellas habituadas a venerar al “yerno ideal” que él personificaba: aquel buen tipo que toda madre o padre soñaba casar con su hija.

Sólo un primerísimo primer plano de su cuarenta y cinco apuntando directo al rostro del espectador cuyo fragor se encadena con el silbido de un tren, primero, y sin solución de continuidad en pantalla aparece la imagen de una humeante locomotora. Aquel disparo, aquel pitido, constituían en sí mismos el toque final que anunciaba la venida de un nuevo amanecer. Se hizo preciso que Sam Peckinpah terminara de desmontar la urdimbre clásica de este género, labor ya iniciada por otros antes que él. Basta con recordar al John Ford de “Centauros del Desierto” ("The Searchers", 1956) o “El Hombre que mató a Liberty Valance” ("The Man Who Shot Liberty Valance", 1962).

Sin embargo fue necesario que por medio de unas imágenes ralentizadas para acrecentar la angustia y que a través de las heridas provocadas por los impactos, en las que las balas no se limitaban a herir sino que traspasaban los cuerpos, provocando de paso más dolor a los espectadores que a aquellos a quienes les inflingían las heridas, nos fuera mostrada la cara más oscura y sucia del género humano. Y lo hizo llegando hasta un punto en el que lo que podría considerarse como mera violencia gratuita trasciende este primer aspecto para transformarse en algo poético, una metáfora quizás desagradable y a ratos borboteante, que llena por completo la pantalla, mas ante todo certera y no exenta de una particular belleza.

La película se abre y se cierra con una matanza. Al principio es el robo de un banco, al tiempo una emboscada traicionera, que de improviso deviene en tremenda balacera, un tiroteo donde bajo el fuego cruzado que se entabla entre bandidos y cazarecompensas van cayendo abatidos en un baile macabro, filmado a cámara lenta, los honorables ciudadanos del pueblo, quienes hasta ese momento habían permanecido ajenos al festejo macabro.





Encerrados cual escorpiones en un hormiguero los hombres de la cuadrilla de Pike (Holden) se revuelven, abriéndose paso a tiros para lograr huir de aquel avispero.

Envalentonados por el olor de la recompensa que ya sienten muy cercana quienes les disparan con saña no dudan en matar a todo aquel que se mueva.

Una escena ésta que ya había sido premonitoriamente adelantada por otra no menos cruel, presente en los títulos de crédito: los niños arrojando a unos escorpiones entre un manto de hormigas. Quizás, después de todo, los niños en los westerns no sean tan inocentes como uno en un principio se figuraba.





En el mundo que nos retrata Peckinpah, el de los últimos estertores de una época que ya toca a su fin, loables sentimientos tales como la amistad o la honestidad no tienen cabida, y, sin embargo, entre tanta inmundicia humana, la relación existente entre Pike y Dutch (Borgnine) denota que lo que el segundo siente por el primero los trasciende de una forma mucho más profunda.

Los sentimientos llevados al límite, la traición, total, la camaradería, también.

El final, apocalíptico, donde se nos muestra el avance de los cuatro pistoleros en pos de una muerte cierta, como cumpliendo el deber de dar todo por finiquitado mediante un último acto heroico, nos sorprende pues no cabría descubrir un gesto semejante en tal cuadrilla de alimañas. Mas no hay lugar para el engaño; se trata de una nueva matanza, esta definitiva, en la que van cayendo todos, uno a uno, sin remisión, aunque quizás, en el fondo quizás, sí redimidos.





Muchos coinciden en afirmar que este fragoroso tiroteo constituye la mayor muestra de brutalidad jamás rodada. La escena se extiende durante diez extenuantes minutos durante los cuales los protagonistas no dudan en abrir fuego contra niños (¡al carajo con la inocencia!, podría gritar Pike) o acudir al recurso innoble de protegerse tras las mujeres para poder continuar disparando.

Un millar de armas, incluida una ametralladora Gatling, y algo más de noventa mil cartuchos de fogueo se emplearon durante su filmación.
Se precisaron veintisiete días de rodaje.


"Grupo Salvaje" ("The Wild Bunch", Sam Peckinpah, 1969). Guión de Walon Green y Sam Peckinpah adaptado a partir de una historia de Walon Green y Roy M. Sickner. Fotografía de Lucien Ballard. Música de Jerry Fielding.
Interpretada por William Holden, Ernest Borgnine, Robert Ryan, Edmond O'Brien, Warren Oates, Jaime Sánchez, Ben Johnson, Emilio Fernandez, Strother Martin, L.Q. Jones.





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