Un espacio destinado a charlar acerca del cine, saboreando una taza de café (puede que más), sentados en torno a una mesa. Por el simple gusto de hablar por hablar acerca de una pasión compartida por una reducida infinidad, así nomás como son estas cosas.

Bienvenidos a mi hogar. Entren libremente. Pasen sin temor. ¡Y dejen en él un poco de la felicidad que traen consigo!

sábado, 21 de junio de 2008

EL VILLANO NUNCA LLORA

-Don´t speak to me of rules. This is a war... not a game of cricket.
[=No me hable de reglas. Esto es una guerra... no un partido de cricket]

El coronel Saito (Sessue Hayakawa) al coronel Nicholson (Alec Guinness), El puente sobre el río Kwai (The bridge on the river Kwai, David Lean, 1957).


La carrera del siglo (The great race, Blake Edwards, 1965)

Imaginemos la escena: el Gran Leslie, un héroe níveo y puro donde los haya, vuelve a salir con bien de un abortado atentado maquinado y perpetrado, como la práctica totalidad de los anteriores, por su competidor, el profesor Fate, un malo con negras prendas y por supuesto malvado sin parangón. Llegado a este punto es cuando formulo una pregunta sencilla: ¿por qué? Pero aún añado más: ¿es que siempre el malo ha de acabar siendo sacrificado a la buena conciencia imperante, afectada por una mojigatería declaradamente partidista que sin excepción digna de relevancia o con falta de una larga atención finca sus ojos en el paladín de turno a favor de la bondad? ¿Hasta cuándo se habrá de soportar tamaña injusticia? Considero que no es equitativo, y lo hago con redundancia y hasta un sonoro pataleo. Ni me detiene la presencia almibarada de Tony Curtis ni la declarada visión satírico-paródica desarrollada por Blake Edwards. A mí ambas me resultan totalmente inaceptables e insuficientes.

Ya cuando contaba con menos años mi ardoroso espíritu, hoy meros rescoldos calientes, sufría la imperiosa atracción ejercida por aquel personaje, vilipendiado e insultado a partes iguales, una triste encarnación del lado oscuro del alma humana. Bien fuera por su mayor capacidad de maniobra, liberado como se hayaba de tantos clichés y vestiduras que engalanaban al resplandeciente bueno, tan henchido de bondad él, bien a causa del gusto nada enfermizo por lo prohibido. Sólo precisaría cerrar los ojos para seguir las andanzas literarias (y cinematográficas, me he movido siempre entre estas dos aguas) de múltiples figuras como las aquí reseñadas.

¿Quién osaría anteponer a los tibios mosqueteros a una pérfida Milady de Winter, malvada entre las malvadas, o al astuto cardenal Richelieu? No existía color. Mientras que los primeros reaccionaban los segundos actuaban, mas siempre eran los anteriores quienes imprimían el movimiento al que los otros, limitados personajillos, no les quedaba otra posibilidad más que responder.

¿Y qué decir de Rupert de Hentzau? Apuesto, varonil, buen espadachín, cínico y traicionero como un crótalo. Todavía resuena en mis oídos el entrechocar de sables en singular combate, previo a su huida literaria. Una escapada que me reconcilió con los autores literarios, justo hasta que con desilusión manifiesta averigüé que el fundamento de la misma era el deseo del autor de escribir una segunda parte, como efectivamente así terminaría por hacer al poco. ¿Acaso a alguien no le atraería un ser capaz de arrojar un puñal a traición aprovechándose de una tregua que él mismo había solicitado? Rassendyll ni siquiera podía osar en aproximarse a las suelas de sus botas de jinete.

Abandono el mundo de papel propio de las novelas y folletines, aunque las mencionadas cuentan con sus correspondientes películas, y paso al genuinamente cinematográfico. Desde los deliciosamente perturbados (véanse las distintas versiones de El fantasma de la ópera), a los que, siendo estrictos, no podrían encuadrarse exactamente en esta brillante caterva de desleales y similares, hasta los víctimas de la codicia que corroe vigorosamente sus entrañas. Sin ir más lejos el terceto encantador de El halcón maltés: la mirada ansiosa y avarienta de Cairo, Brigid y Kasper Gutman al desenvolver el paquete con el pesado halcón-joya. Aunque a fuer de sincero debo añadir que el introducido por Bogart, el de Sam Spade, no constituye el paradigma del fruto de un colegio de monjas. Y continuando con esos personajes grises en El sueño eterno incorpora a un detective no muy distinto, aunque salido de diferente pluma, Phillip Marlowe. Pocos rasgos le distinguen del impresionante Canino, como no sea el hecho siempre trascendental de no acabar muerto como él, un tieso fiambre ultimado, con unos modales dignos de la buena sociedad que le ayudan a soportar las largas noches de invierno, cuya falta de escrúpulos le convierten en perfectamente capaz de entregar a la muerte a Eddie Mars: consciente y bondadoso verdugo por inducción.

Para finalizar una llave. Cerremos con ella a cal y canto esta recreación. El mentar tan simple utensilio y rememorar Encadenados todo uno. Obviaré el marcado carácter mefistofélico de Devlin (curiosa similitud con “devil”, ¿no?) y me centraré en Sebastian. Pobre malvado, cornudo y apaleado. Quizás le supere el interpretado por Ivan Triesault, él no más que un simple asistente, quizás; zarandeado por la fuerte personalidad de su madre, zamarreado por su fuerte carácter. Pobre malo. Junto a él ascendemos lentamente las escaleras de su personal tumba-cadalso, pausado el paso, terrible y magistral. Aún vibra el cierre de postrer sepulcro de la puerta principal.

Lástima de malo[1]. Pobre, pobre malo.



[1]A modo de información complementaria para la lectura recomiendo leer los libros:

  • Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas.

  • El prisionero de Zenda de Anthony Hope.
    Y en su defecto, aunque aconsejo simultanear ambas acciones, visionar las películas:

  • El fantasma de la ópera (The phantom of the opera, Rupert Julian, 1925), con Lon Chaney (el hombre de las mil caras).

  • El prisionero de Zenda (The prisoner of Zenda, John Cromwell, 1937).

  • El halcón maltés (The maltese falcon, John Huston, 1941).

  • El sueño eterno” (The big sleep, Howard Hawks, 1946).

  • Encadenados (Notorius, Alfred Hitchcock, 1946).

  • La carrera del siglo (The great race, Blake Edwards, 1965).


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Alberto Q.
www.lacoctelera.com/traslaspuertas

Aprovecho para enlazarle en mi blog y decirle que me ha encantado que recupere esa novela de Anthony Hope: "El prisionero de Zenda", que en cine no tuvo ninguna versión digna del gran texto del libro (bueno creo que hubo una decente).

Saludos!!

Anónimo dijo...

Seas doblemente bienvenido: por tu comentario y por el gusto que demuestra por esa novela concreta.
En cuanto a las versiones yo me quedo con la de 1937 (a pesar de que la gran consideracion en la que tengo a James Mason).
Un saludo.