Un espacio destinado a charlar acerca del cine, saboreando una taza de café (puede que más), sentados en torno a una mesa. Por el simple gusto de hablar por hablar acerca de una pasión compartida por una reducida infinidad, así nomás como son estas cosas.

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martes, 1 de abril de 2008

BON APPÉTIT!

Asombra el gran número de ocasiones en las que ha sido abordada la temática gastronómica por el mundo del celuloide. Para abrir su apetito, lectores que abordáis estas páginas electrónicas, podría principiar mi periplo a través de los fogones cinematográficos asistiendo, por ejemplo, al suntuoso banquete, digno de reyes y cortesanos, organizado en El festín de Babette (Babette gaestebud, Gabriel Axel, 1987).
En esta película se describía con sumo mimo la cuidadosa elaboración y posterior degustación de un selecto banquete al estilo de París, durante cuyo transcurso unos rectos y sobrios protestantes se dejaban atenazar por el pecado de la gula a pesar de las precauciones tomadas. Seamos sinceros y comprensivos. Nadie que recibiera el honor de ser invitado a semejante festín podría sustraerse a la tentación de caer en un pecado tan delicioso.
A su cargo se encontraban las manos de quien en apariencia no era más que una sencilla cocinera francesa. Para sus vecinos y para las dos mujeres que la habían acogido en su casa, con la intención de que oficiara como su cocinera, no era más que una mujer que había recalado en aquellas inhóspitas tierras tras huir de las medidas represoras organizadas contra los comunards de París. Sin embargo con sus hábiles disposiciones los exóticos ingredientes que eran transportados hasta la playa a bordo de simples botes de remos se convertían en platos plenos de sofisticación. Me basta con citar viandas tales como la sopa de tortuga o las reconocidas codornices en sarcófago.
No habré de ser yo quien desvele aquí el misterio oculto en torno al origen de su saber. Para conocerlo deberán visionar esta película, o aún mejor, acudir a la propia fuente. A buen seguro que sabrán que su argumento está basado en un maravilloso relato: El festín de Babette, escrito por la danesa Isak Dinesen, seudónimo adoptado por la baronesa Karen Blixen cuando, una vez de regreso a su Dinamarca natal procedente de su cafetal en Kenia, decidió dedicarse a la literatura. Efectivamente, se trata de aquella mujer que poseía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong, y cuyos almuerzos y comidas eran servidos por Farah, su mayordomo somalí, siempre sus negras manos enguantadas de blanco.

Merced al poder de la imagen demos un salto y trasladémonos desde la fría Dinamarca hasta la jocosa y por momentos desmesurada Italia. Nos rodean un grupo de amigos que han tenido a bien tomar la determinación de suicidarse en mutua compañía, sin por ello despreciar la proporcionada por unas cuantas mujeres de vida alegre. El método escogido para embarcarse en la barca de Caronte resultaba ser el más grato a sus ojos: una orgía en la que los manjares y los vinos pasarían a ocupar la posición central hasta llegar a un final personalizado en una auténtica indigestión. El placer carnal personificado en la coyunda de la gula y la lujuria. La gran comilona (La grande bouffe, Marco Ferreri, 1973).

¿La irreverencia inteligente correteando de un lado a otro por la pérfida Albión? ¿Es tal cosa posible? No resulta extraño pensar que un país que además de conformar un imperio también gozó de la dicha de asistir al nacimiento de plumas sumamente aceradas a la par que dotadas de una sagacidad fuera de toda duda -tales como las de Thomas De Quincey, Gilbert K. Chesterton, Saki o Jonathan Swift- fuera capaz al tiempo de servir como campo de acción para las maniobras de aquel grupo de superdotados para el ejercicio de la mordacidad más virulenta como fueron los legendarios integrantes de los Monty Phyton.
Quiénes de cuantos lean estas líneas y que hayan visionado El sentido de la vida (The meaning of life, Terry Jones, 1982) confesará su incapacidad para recordar uno de sus episodios finales, buen ejemplo del humor que caracterizaba a este grupo de individuos a los que el calificarles como meros humoristas resultaría un tanto parco y temo que hasta del todo inexacto. Basta recordar aquella escena durante cuyo transcurso una chocolatina rellena de menta adquiere la condición de instrumento fundamental para la recreación escatológica y visceral de una genuina indigestión. Impagable.

Prosigamos viaje y recalemos en un humor aún más negro si cabe. Aún no nos hemos movido de Inglaterra, mas ahora somos llevados de la mano por un director que al paso de sus poéticas imágenes inspira sentimientos encontrados: el siempre controvertido Peter Greneway. En El cocinero, el ladrón, la mujer y su amante (The cooker, the thief, his wife and her lover, 1989) se nos muestra a qué extremo se puede llevar la belleza al elevar el canibalismo a la condición del mayor y más sublime acto de amor.

Si continuamos transitando por la senda de los platos exóticos podríamos atrevernos a degustar las múltiples producciones con los zombies como protagonistas, desde títulos ya clásicos como La noche de los muertos vivientes (Night of the living dead, George Romero, 1968) hasta estrenos más recientes, pura exacerbación del gore llevado a sus extremos más viscerales, los más faltos de imaginación y que por no producir ni siquiera provocan náuseas, si acaso sí que algunas carcajadas entre el respetable.

A este respecto cabe recordar una película española cuyo título no recuerdo, y que en los años setenta protagonizó Ovidi Montllor. En ella se muestran las últimas andanzas de un técnico en reparaciones de electrodomésticos, devoto practicante de la molesta costumbre de acostarse con mujeres casadas con terceros. Se entiende que tal costumbre no resultaba ser del agrado de los maridos así ultrajados pues desde luego no era así para sus esposas. Las asechanzas del buen hombre arrugando sábanas en camas ajenas concluían siendo fatalmente devorado con gran fruición, por supuesto una vez convenientemente aderezado y cocinado, en una reunión del club de caza del que formaban parte los vengativos maridos.

Y qué les parece, ya que por entre estas harinas nos movemos, pasar ahora a hablar de más muertes, obviando claramente aquellas en las que la protagonista es la del propio gangster, con la consabida escena en la que se entremezclan los fetuccini, los manteles a cuadros, la abundante salsa de tomate, el implacable colesterol y el surtido de hemoglobina. Y alguna que otra aria, ¿por qué no?

Una vez llegados a este punto hay un título que me viene a la memoria: Pero, ¿quién mató a los grandes chefs? (Who is killing the great chefs of Europe?, Ted Kotcheff, 1978.). En él los mejores jefes de cocina del mundo son asesinados entre fogones de las más variadas y sugerentes formas; una mezcla de trama policiaca a lo Agatha Christie y de Guía Michelín.

Muertes, muertes y más muertes, muertes por doquier. Como la presentada bajo la forma del cuerpo de un monje cuyo cuerpo reposa piernas en alto, parcialmente sumergido en una tinaja colmada de sangre en El nombre de la rosa (Le nom de la rose, Jean-Jacques Annaud, 1981), tal y como lo describía Umberto Eco en la novela del mismo título en el que se basa.

Ya para finalizar hagámoslo saboreando un buen postre, el más indicado de los prolegómenos antes de pasar al disfrute del consabido licor y el imprescindible habano. Pero hagámoslo a lo grande, flanqueados por Martin Scorsese e Ingmar Bergman. Sugerente, ¿no? La Edad de la Inocencia (The age of innocence, Martin Scorsese, 1993) y Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, Ingmar Bergman, 1983).
¿Acaso no concluirán conmigo que el mejor broche para nuestro almuerzo no es una cena en casa de los Van der Luiden y una lujosa cena navideña?

De acuerdo, les dejaré descansar durante un ratito, tiempo más que suficiente como para que en la medida que sus fuerzas se lo permitan se arrastren hasta el cuarto de baño en busca del liberador paquete de Almax. Mas si acaso la fortuna no les acompaña no estaría de más que pidieran a un familiar que desempolvara la cámara que guardan en el fondo del armario.
¿Quién puede sustraerse a la tentación de conquistar aunque sólo sea a título póstumo esos últimos cinco minutos de gloria a los que todos tenemos derecho?

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